La práctica de Luis Felipe Ortega se vincula con disciplinas como la filosofía, la literatura, el cine o la antropología, ámbitos desde los cuales entrecruza preguntas para abordarlas en el campo del arte contemporáneo. En esta obra insiste en una pregunta compartida con su pareja, la antropóloga Mariana Mora, a propósito de la complejidad de la empatía. Tras escuchar una serie de entrevistas con los padres de los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, desaparecidos el 26 de septiembre de 2014, se ocupa de una imagen utilizada por uno de ellos: la experiencia de la búsqueda es como asomarse a un pozo oscuro.
A partir de la inquietante imposibilidad de la mirada produjo una serie de bastidores en formato retrato para apelar a la identidad. Sobre ellos dibujó una serie de diseños geométricos, poco a poco recubiertos con capas de lápiz pastel y grafito para referirse también al vacío. A esta suerte de retratos abstractos, dispuestos de tal manera que remiten al volumen corporal de 43 personas, los acompaña un registro sonoro de una intervención de los músicos Quique Rangel y Mike Sandoval, quienes con dos contrabajos repiten 43 veces un acorde con distintas variaciones. Ambas dimensiones de la obra ponen a prueba la atención del espectador. Como ha sugerido Mariana Mora, “Quizá es justo esa experiencia de observar sin ver nada la que aproxima el cuerpo a la ausencia”. Para Ortega, la dimensión política de una obra está en el pase de estafeta al espectador para asumir la responsabilidad sobre su experiencia: alcanzar esa dimensión afectiva tiene implicaciones políticas y poéticas.
A partir de la inquietante imposibilidad de la mirada produjo una serie de bastidores en formato retrato para apelar a la identidad. Sobre ellos dibujó una serie de diseños geométricos, poco a poco recubiertos con capas de lápiz pastel y grafito para referirse también al vacío. A esta suerte de retratos abstractos, dispuestos de tal manera que remiten al volumen corporal de 43 personas, los acompaña un registro sonoro de una intervención de los músicos Quique Rangel y Mike Sandoval, quienes con dos contrabajos repiten 43 veces un acorde con distintas variaciones. Ambas dimensiones de la obra ponen a prueba la atención del espectador. Como ha sugerido Mariana Mora, “Quizá es justo esa experiencia de observar sin ver nada la que aproxima el cuerpo a la ausencia”. Para Ortega, la dimensión política de una obra está en el pase de estafeta al espectador para asumir la responsabilidad sobre su experiencia: alcanzar esa dimensión afectiva tiene implicaciones políticas y poéticas.